sábado, 18 de febrero de 2023

El viejo Moreira


–Papá es argentino –dice –en presente– mi viejo al teléfono, cuando le pregunto si mi abuelo era español o no. Se llamaba Martín, como su padre, y el padre antes de su padre y toda una línea sucesoria que se interrumpió con José, mi papá.

La ruta a Lobería es un camino típico de la provincia de Buenos Aires, asfalto en mal estado, camiones que ralentizan el trayecto, y mucho campo hacia ambos costados. El cielo parece más grande en Argentina, y harían falta muchísimas nubes para taparlo. El calor pasa los vidrios hacia adentro del auto y no puedo evitar imaginarme lo que debe ser hacer este trayecto en pleno verano, y trabajar en la cosecha los días de enero, de sol a sol, sin una gota de aire que respirar, con la tierra y el polvo levantándose con el paso de los tractores. 

–Se crió en una chacra, ahí cerca de Lobería –continúa mi viejo –, trabajando todos los días, arando la tierra, ya desde los cinco años. 

Y yo, todavía a los treinta años no me acostumbro a trabajar ocho horas por día. 

–Era muy emprendedor, y ayudaba a mucha gente allá… En un momento incluso fue concejal, estaba afiliado al partido peronista, pero cuando vino la Libertadora y derrocó a Perón, se lo llevaron preso por dos meses a Bahia. Eran bravos esos tiempos. 

El camino avanza y veo, cada tanto, pequeñas urbanizaciones, de la época de los ferrocarriles, que ahora yacen vacías, o con algún sobreviviente que cuida de su propiedad en la soledad de las pampas. Ya en la entrada por Avenida Mitre, uno comienza a vislumbrar civilización, con las típicas casas de los pueblos argentinos que aparecen a medida que uno se va adentrando. Es domingo al mediodía y no hay mucha gente en la calle.

Por fin llego al centro, a la plaza principal, que también lleva el nombre de Mitre -nos ahorraremos datos del prócer argentino en tiempos de wikipedia-. La casa está sobre Francia, la calle siguiente a la plaza principal, cerca de la Iglesia y la Municipalidad, dando una idea de la posición de esta familia en la sociedad. 

Elijo tocar la puerta, en vez del timbre, y espero en la vereda junto a la entrada. A pesar de haber estado varias veces, de chico, en el pueblo; es la primera vez que vengo a la casa, y estoy nervioso. El motor de una rastrojera vieja se va diluyendo al pasar por la calle y de pronto escucho los pasos del otro lado de la puerta. 

–Bienvenido –me dice Mirta, la mujer de la casa, con la que había pautado por teléfono, y me invita a pasar. 

La casa, desde adentro, parece todavía más grande. Mirta la muestra con hospitalidad, mientras compartimos unos mates. En el patio se siente el olor a asado, y pronto conoceré al resto de su familia; que no tiene lazos con la mía, pero me hará sentir parte rápidamente. Sé que en el lapso de ese día voy a comer mucho, así son los agasajos en los pueblos. Entrada, plato principal, segundo plato –o directamente una larga sucesión de cortes de asado– algunas tortas caseras de postre, todo acompañado de vino con soda, para diluirlo un poco ya que es mediodía día. Luego vendrán una copa de anís, café, digestión y, quizás, la siesta; y cuando nos queramos acordar ya estaremos en la tarde y será hora de las masitas, facturas, más torta, y siempre el mate acompañando. 

Acá en el pueblo, todos son apellidos, “el de García", “el de Baglivo” y de pronto ya tenés rostro, personalidad. Por eso rápidamente, cualquiera se siente en familia o entre amigos. Pregunto y me cuentan historias, casi todas son buenas. Un tío, en el costado de la mesa, por ahí tira un comentario irónico y la señora de la casa lo corta rápido con una mirada. Hoy es día de celebración. 

Pero todo esto todavía no pasó, porque Mirta, me está mostrando la casa, recién llego, solo tomé unos mates y todavía no tengo la panza a reventar de tanto comer. –Como te imaginarás, con los años la casa ha ido sufriendo varios cambios –me cuenta –, pero esta parte la mantenemos intacta, nos pareció bien dejar junto a la entrada, una especie tributo, una fachada. Como esos edificios históricos, que se mantienen por fuera, aunque por dentro estén nuevos. 

Llegamos finalmente al zaguán, y caigo en la cuenta de que la casa es tan grande que tiene dos entradas, y habíamos hecho el camino inverso hasta la salida en Avenida Campos. –De hecho –continúa Mirta–, hasta el perchero es el mismo de siempre. 

Empiezo a sentir, de verdad, un lazo con el lugar. Agradezco a Mirta por mostrarme la casa y ella me deja un poco a solas, percibiendo una emoción que todavía no sentí. Miro todo lentamente, como si estuviera en un museo, tratando de comprender, de conectar con mis raíces, con la historia de los Moreira. Me acerco al colgador, tiene camperas que huelen a cuero, a hombre grande, y sacos con olor a mujer maquillada… olor a tiempo. Los toco y siento cierta nostalgia de algo que no sé qué es. Mi cabeza se nubla un poco, como esos mareos que uno tiene después de pararse rápido. Me recupero y salgo hacia afuera por la puerta principal, que está sin llave. Necesito aire.

La plaza se impone en el paisaje. Se escuchan carretas, y el galope de caballos transitando las calles de tierra y levantando una polvareda. En la plaza, algunas personas caminan sin apuro, y otros están sentados en los bancos, casi todos visten de traje.

Miro a lo lejos, y me percato que nunca deja de verse el campo como fondo de pantalla del pueblo, pensé que la ciudad era más grande. 

–¿Usted es el hermano del viejo Moreira? –me dice un hombre al verme. –Sí, Antonio, ¡sos vos! –insiste.

–No, –le contesto –soy el nieto, vine a conocer su casa. 

–¡No me venga con sandeces Moreira! ¿Cuándo me va pagar? –dice y se acerca, poniéndose cara a cara. El hombre está enojado, tiene aliento a vino debajo de un fino bigote negro. Me agarra de la remera, como para golpearme, pero parece darse cuenta de algo, y sorprendido, se aleja rápido. 

Me siento un poco asustado, y decido volver a entrar. 

En la casa se escuchan gritos de niños pequeños. Serán los nietos de Mirta. Camino nuevamente hacia el quincho, donde estaban todos al principio, y me percato –a pesar de no haber estado antes– que la casa no parece haber cambiado tanto en estos años y sigue a tono con el zaguán.

Veo a dos nenas peleándose por un peine, la mayor gana y se lo queda, aunque vislumbro que no le va a servir de mucho, porque tiene la cabeza llena de rulos. Sigo caminando, siguiendo el olor a asado. Hay mucho alboroto, ruido de celebración. Una mujer rubia, que no estaba antes, me ve: –¡Ahí estas Antonio! ¡Ya volvió! Vení –Pienso en decirle que no soy Antonio, ¿por qué insisten?, pero mejor no interrumpir esa cara de felicidad genuina, la sigo hacia el patio, allí veo sentada a otra señora, de pelo negro, con la sonrisa de madre a flor de piel, tiene consigo a un bebé recién nacido, y el mundo en esa casa parece girar a su alrededor. Alguien me da un vaso de vino: 

–Vamos a brindar –me dice. 

–¿Por qué? –se me ocurre preguntar. 

–¿Sos boludo? –contesta el hombre, alto, con una sonrisa en la boca. –Nació José hace dos meses, y volvió Don Martín de Bahia Blanca. ¡Nos sobran motivos para brindar! ¡Salud! 

Brindo e intento acompañar su felicidad, me siento parte. El camino se sigue abriendo ante mis ojos, y veo a otro hombre, un poco menos alto, haciendo un asado; está de espaldas pero lleva una campera de cuero marrón y una boina que me resultan familiares. Se da vuelta y me mira. No dice nada. Se acerca y me da un abrazo, fuerte. –Qué lindo verte –me dice al oido. Y a mí, me gustaría decirle que cuando era chiquito me encantaba que jugáramos al truco en su casa de Necochea, que he soñado con él durante años, y que no entendía por qué las personas tenían que irse de este mundo. Pero no es necesario, él lo sabe. Se da vuelta y sigue con lo suyo. 

Me acerco nuevamente a la señora que lleva el bebé en brazos, quiero saludarlo, ella me mira y dice: “hoy sí te quedas a comer”, sin darme chance a negarme. No lo haría de todos modos. Nos sentamos y la sucesión de comida empieza, pero además, cada tanto se escucha el timbre y pasa gente a saludar y darle la bienvenida al dueño de casa. El hombre parece feliz, pero no lo demuestra mucho. Comemos y yo intento no participar demasiado, sino escuchar y absorber todo lo que pueda. “Josecito es bastante parecido al Antonio, ¿no? Dice la hermana de la reciente madre haciendo referencia a mí –ya estoy resignado y no se me ocurre decirles que yo soy yo y no soy ese tal Antonio–. Una de las nenas dice que no, que se parece más a ella.

Entrada la tarde, me agarran ganas de ir al baño, me da pudor preguntar dónde está, por lo que me levanto solo para buscarlo. –Ahí se va el Antonio –dice la mujer rubia –, siempre lo mismo, sin saludar. Me meto por un pasillo y la panza no me da más. Abro una puerta de madera, pesada, marrón, esperando que del otro lado esté el baño, pero parece que me perdí y estoy nuevamente en el zaguán. La panza me está por explotar y me duele un poco la cabeza. Comí y tomé mucho. Casi por inercia, busco mi abrigo colgado y se me cierran los ojos… 

–¿Estás bien nene? ¡Se despertó! –dice Mirta, y de fondo veo el techo del zaguán. 

Me ayuda a incorporarme. –Se ve que te afectó la nostalgia, te dejé solo dos segundos y escuché un golpe y... estabas acá en el suelo. 

–Estoy bien –le digo –. No sé que me pasó, pero me siento bien. Ya tendría que ir volviendo, no me puedo quedar a comer, perdón. 

–Estás loco que te vamos a dejar manejar así en la ruta –dijo y, al mismo tiempo, yo iba volviendo a tener hambre y a sentirme bien. –Ahora vamos a comer todos, y hoy te quedas a dormir acá. Ya te preparamos el cuarto que da a la otra calle, creo que era el de tu viejo. 

martes, 14 de febrero de 2023

Viajes en el tiempo

Cuando éramos adolescentes, al conversar, solíamos divagar bastante. Hablábamos de cómo debería ser el mundo. Teníamos ideas muy delirantes y algunas un poco mas lógicas. Los tópicos podían ir desde cosas concretas, como por ejemplo abrir un bar hecho a la medida de nuestros gustos, o cómo debería jugar la selección de fútbol; a otras ideas más abarcadoras, como establecer un nuevo orden mundial, en esos primeros años de conciencia en que descubríamos que el capitalismo es un sistema injusto. También discutíamos si la música de ese entonces era mejor o peor que la de décadas anteriores.

Tiempo más tarde, entramos a una edad en la que todos estos tópicos dejaron de ser meramente teóricos. Ahora no pensamos en cómo debería ser un bar, sino que abrimos uno. Alguno intentará despuntar el vicio y comenzará a entrenar equipos juveniles de fútbol. Otros valientes decidirán encarar proyectos musicales en sus tiempos libres y, seguramente, alguno intente meterse en política para cambiar el mundo o, indefectiblemente, corromperse en el intento. 

Pero sin embargo, un tema del que hemos hablado mucho y, seguramente nadie llegue a materializar, son los viajes en el tiempo. 

Sí. Todos nosotros en algún momento de delirio, hemos fantaseado con esta idea. Piénselo bien antes de continuar con esta lectura. Intente recordar. Porque de no haber hablado nunca de viajes en el tiempo, esto le parecerá una reverenda estupidez. Si ese es su caso, amablemente le advierto que está leyendo el texto equivocado. 

En caso de proseguir, imagínese por un momento que los viajes en el tiempo llegan a nuestra vida cotidiana. Suponga también que ha pasado un tiempo prudente, y el mundo se organizó de tal manera, que estos pueden estar al alcance de la población general, y no solo de algunos privilegiados.

¿Cuál sería su primer destino? Algún viaje al pasado, quizás, con el fin de corroborar, o simplemente presenciar, algún hecho histórico en el momento exacto en el que estaba sucediendo. O viajar a ver nuevamente a un ser querido que ya no está. ¿O sería usted acaso un usuario más intrépido? Con curiosidad por el futuro. Alguien que deja que sus impulsos lo lleven muchos años hacia adelante, para ver qué ha sido del destino de la raza humana.

Pensemos por un segundo, entonces, en el infinito mundo de posibilidades que se nos abriría. Pero antes, nos resultará necesario entender cuales serían las reglas, o leyes, de dichos viajes. 

¿Podremos viajar sólo mediante nuestra conciencia? Simplemente presenciando aquellos probables mundos pero sin poder participar. 

¿O seremos capaces de trasladarnos corporalmente? Modificando de esta forma, dichas realidades. Daremos por hecho, y no nos explayaremos aquí sobre temas tan intrascendentes como la creación de líneas paralelas de tiempo. Quizás eso sea una consecuencia lógica de los viajes temporales. Pero dejaremos estos temas para los físicos deprimidos y las películas de ciencia ficción. 

Supongamos que la segunda opción es la que prevalece. 

El próximo razonamiento que usted estará teniendo, será el hecho de que si bien nuestras existencias son finitas, limitadas por la cantidad de años biológicos en los que transitamos esta vida, nuestra presencia pasaría a ser eterna. Ya que podremos vivir todas las épocas a lo largo de la historia del universo. No importaría exactamente, en donde viven las personas, o si estas están vivas. Ya que podríamos visitarlas en cualquier época. Nunca extrañaríamos a nuestros abuelos, familiares o a los amigos que ya no están. La muerte carecería de sentido. Sabríamos que podemos compartir momentos con ellos cada vez que lo deseamos.

Probablemente el tiempo dejará de existir, al menos tal como lo conocemos. Los años, décadas, siglos, eras y períodos geológicos serán simplemente lugares a los que ir cuando tengamos ganas.

Imagínese también que el flujo entre las distintas épocas, crearía nuevas realidades en las que sería posible convertir en ilimitados los recursos naturales salidos de nuestra propia tierra. Llevarlos de un siglo a otro y así suplir todas las necesidades que surjan. Algo así como si la tierra se convirtiera en una enorme tarjeta de crédito.

Podríamos remodelar años enteros y convertirlos en parques de atracciones preparados para recibir a estos turistas temporales. 

Las reservas naturales, ruinas arqueológicas o ciudades  antiguas, podrían ser visitadas en sus años de apogeo. Incluso podríamos encontrar restaurantes, heladerías y tiendas de souvenirs a la entrada de los esplendorosos templos de Egipto en tiempos de Ramsés el Grande. Presenciar momentos y revoluciones históricas, como la quema de la Bastilla, tomando un café de Starbucks a un costado de la plaza. 

Los safaris por territorios colmados de dinosaurios dejarían de ser propiedad exclusiva de las películas de Jurassic Park. Y los viajes al espacio y hacia otros planetas serían moneda corriente, previa escala en la tierra del futuro, que posee la tecnología para hacerlos. 

Hasta me permitiría decir que nuestra única preocupación sería cómo aprovechar  nuestros años de vida para elegir de forma óptima los destinos de nuestros viajes.

Probablemente la educación escolar consistirá, en gran parte, en prepararnos para elegir a dónde viajar. Los libros de historia serán entonces folletos de viaje en los que decidiremos qué lugares ir a ver en el momento del tiempo que visitamos. Por supuesto con la ayuda de un profesor de historia, ahora devenido en guía turístico. 

Comprenderíamos finalmente cuan vasto e inabarcable es nuestro Universo. Veríamos al tiempo como una variable más dentro de un conjunto de leyes por las que nos moveríamos como peces en el agua. Nuestros años de vida para disfrutarlo, serían muchísimos más, ya que uno de los primeros ritos al nacer, será viajar hacia el futuro en busca de los avances médicos que sirvan para prolongar nuestra existencia hasta exprimir la última gota que quede en nuestras almas. 

Habría dos tipos de personas: las que averiguan en el futuro la fecha en que morirán, o las que preferirán ignorar esa información y dejarse sorprender. ¿Usted cuál elegiría?

Se volvería totalmente normal, ver lápidas con años de nacimiento posteriores al año de defunción. 

En vez de tener grupos de amigos del trabajo, de la universidad o del colegio; ahora tendremos amigos de distintas épocas con los que nos juntaremos de tanto en tanto para compartir unas cervezas en la Europa Medieval o una jarra de pulque con nuestros amigos Aztecas. 

Algún narcisista podrá viajar al pasado para hacerse amigo de sí mismo, colmando así su apetito de vanidad. 

Durante los primeros momentos, algunos católicos valientes, viajarían a Jerusalén, a presenciar la resurrección de Jesus de Nazaret. Con la posibilidad latente de encontrarse con el desencanto de que no haya sucedido jamás. 

Otros, más conservadores, se negarían a utilizar la máquina del tiempo. Alineados con otras organizaciones escépticas, como los terraplanistas, vivirían siempre en la misma era, aduciendo que los científicos se dispusieron a inventar toda una coartada de ciencia ficción y viajes virtuales para poder seguir explicando el mundo según sus falsos principios. 

Como puede ver, señor lector, los resultados serían realmente variados y delirantes. A la altura de una imaginación como la suya, si es que llegó hasta este punto. 

Es usted dueño de una mente abierta, o quizás simplemente tenga mucho tiempo libre.  

Pero no se preocupe. Podemos quedarnos tranquilos. Por suerte ninguno de nuestros amigos inventará nunca dicha maquina del tiempo. De lo contrario abrir un bar, formar una banda de rock, dirigir un equipo de fútbol o postularse a Presidente, serían hechos insignificantes.

El viejo Moreira

–Papá es argentino –dice –en presente– mi viejo al teléfono, cuando le pregunto si mi abuelo era español o no. Se llamaba Martín, como su pa...