–Papá es argentino –dice –en presente– mi viejo al teléfono, cuando le pregunto si mi abuelo era español o no. Se llamaba Martín, como su padre, y el padre antes de su padre y toda una línea sucesoria que se interrumpió con José, mi papá.
La ruta a Lobería es un camino típico de la provincia de Buenos Aires, asfalto en mal estado, camiones que ralentizan el trayecto, y mucho campo hacia ambos costados. El cielo parece más grande en Argentina, y harían falta muchísimas nubes para taparlo. El calor pasa los vidrios hacia adentro del auto y no puedo evitar imaginarme lo que debe ser hacer este trayecto en pleno verano, y trabajar en la cosecha los días de enero, de sol a sol, sin una gota de aire que respirar, con la tierra y el polvo levantándose con el paso de los tractores.
–Se crió en una chacra, ahí cerca de Lobería –continúa mi viejo –, trabajando todos los días, arando la tierra, ya desde los cinco años.
Y yo, todavía a los treinta años no me acostumbro a trabajar ocho horas por día.
–Era muy emprendedor, y ayudaba a mucha gente allá… En un momento incluso fue concejal, estaba afiliado al partido peronista, pero cuando vino la Libertadora y derrocó a Perón, se lo llevaron preso por dos meses a Bahia. Eran bravos esos tiempos.
El camino avanza y veo, cada tanto, pequeñas urbanizaciones, de la época de los ferrocarriles, que ahora yacen vacías, o con algún sobreviviente que cuida de su propiedad en la soledad de las pampas. Ya en la entrada por Avenida Mitre, uno comienza a vislumbrar civilización, con las típicas casas de los pueblos argentinos que aparecen a medida que uno se va adentrando. Es domingo al mediodía y no hay mucha gente en la calle.
Por fin llego al centro, a la plaza principal, que también lleva el nombre de Mitre -nos ahorraremos datos del prócer argentino en tiempos de wikipedia-. La casa está sobre Francia, la calle siguiente a la plaza principal, cerca de la Iglesia y la Municipalidad, dando una idea de la posición de esta familia en la sociedad.
Elijo tocar la puerta, en vez del timbre, y espero en la vereda junto a la entrada. A pesar de haber estado varias veces, de chico, en el pueblo; es la primera vez que vengo a la casa, y estoy nervioso. El motor de una rastrojera vieja se va diluyendo al pasar por la calle y de pronto escucho los pasos del otro lado de la puerta.
–Bienvenido –me dice Mirta, la mujer de la casa, con la que había pautado por teléfono, y me invita a pasar.
La casa, desde adentro, parece todavía más grande. Mirta la muestra con hospitalidad, mientras compartimos unos mates. En el patio se siente el olor a asado, y pronto conoceré al resto de su familia; que no tiene lazos con la mía, pero me hará sentir parte rápidamente. Sé que en el lapso de ese día voy a comer mucho, así son los agasajos en los pueblos. Entrada, plato principal, segundo plato –o directamente una larga sucesión de cortes de asado– algunas tortas caseras de postre, todo acompañado de vino con soda, para diluirlo un poco ya que es mediodía día. Luego vendrán una copa de anís, café, digestión y, quizás, la siesta; y cuando nos queramos acordar ya estaremos en la tarde y será hora de las masitas, facturas, más torta, y siempre el mate acompañando.
Acá en el pueblo, todos son apellidos, “el de García", “el de Baglivo” y de pronto ya tenés rostro, personalidad. Por eso rápidamente, cualquiera se siente en familia o entre amigos. Pregunto y me cuentan historias, casi todas son buenas. Un tío, en el costado de la mesa, por ahí tira un comentario irónico y la señora de la casa lo corta rápido con una mirada. Hoy es día de celebración.
Pero todo esto todavía no pasó, porque Mirta, me está mostrando la casa, recién llego, solo tomé unos mates y todavía no tengo la panza a reventar de tanto comer. –Como te imaginarás, con los años la casa ha ido sufriendo varios cambios –me cuenta –, pero esta parte la mantenemos intacta, nos pareció bien dejar junto a la entrada, una especie tributo, una fachada. Como esos edificios históricos, que se mantienen por fuera, aunque por dentro estén nuevos.
Llegamos finalmente al zaguán, y caigo en la cuenta de que la casa es tan grande que tiene dos entradas, y habíamos hecho el camino inverso hasta la salida en Avenida Campos. –De hecho –continúa Mirta–, hasta el perchero es el mismo de siempre.
Empiezo a sentir, de verdad, un lazo con el lugar. Agradezco a Mirta por mostrarme la casa y ella me deja un poco a solas, percibiendo una emoción que todavía no sentí. Miro todo lentamente, como si estuviera en un museo, tratando de comprender, de conectar con mis raíces, con la historia de los Moreira. Me acerco al colgador, tiene camperas que huelen a cuero, a hombre grande, y sacos con olor a mujer maquillada… olor a tiempo. Los toco y siento cierta nostalgia de algo que no sé qué es. Mi cabeza se nubla un poco, como esos mareos que uno tiene después de pararse rápido. Me recupero y salgo hacia afuera por la puerta principal, que está sin llave. Necesito aire.
La plaza se impone en el paisaje. Se escuchan carretas, y el galope de caballos transitando las calles de tierra y levantando una polvareda. En la plaza, algunas personas caminan sin apuro, y otros están sentados en los bancos, casi todos visten de traje.
Miro a lo lejos, y me percato que nunca deja de verse el campo como fondo de pantalla del pueblo, pensé que la ciudad era más grande.
–¿Usted es el hermano del viejo Moreira? –me dice un hombre al verme. –Sí, Antonio, ¡sos vos! –insiste.
–No, –le contesto –soy el nieto, vine a conocer su casa.
–¡No me venga con sandeces Moreira! ¿Cuándo me va pagar? –dice y se acerca, poniéndose cara a cara. El hombre está enojado, tiene aliento a vino debajo de un fino bigote negro. Me agarra de la remera, como para golpearme, pero parece darse cuenta de algo, y sorprendido, se aleja rápido.
Me siento un poco asustado, y decido volver a entrar.
En la casa se escuchan gritos de niños pequeños. Serán los nietos de Mirta. Camino nuevamente hacia el quincho, donde estaban todos al principio, y me percato –a pesar de no haber estado antes– que la casa no parece haber cambiado tanto en estos años y sigue a tono con el zaguán.
Veo a dos nenas peleándose por un peine, la mayor gana y se lo queda, aunque vislumbro que no le va a servir de mucho, porque tiene la cabeza llena de rulos. Sigo caminando, siguiendo el olor a asado. Hay mucho alboroto, ruido de celebración. Una mujer rubia, que no estaba antes, me ve: –¡Ahí estas Antonio! ¡Ya volvió! Vení –Pienso en decirle que no soy Antonio, ¿por qué insisten?, pero mejor no interrumpir esa cara de felicidad genuina, la sigo hacia el patio, allí veo sentada a otra señora, de pelo negro, con la sonrisa de madre a flor de piel, tiene consigo a un bebé recién nacido, y el mundo en esa casa parece girar a su alrededor. Alguien me da un vaso de vino:
–Vamos a brindar –me dice.
–¿Por qué? –se me ocurre preguntar.
–¿Sos boludo? –contesta el hombre, alto, con una sonrisa en la boca. –Nació José hace dos meses, y volvió Don Martín de Bahia Blanca. ¡Nos sobran motivos para brindar! ¡Salud!
Brindo e intento acompañar su felicidad, me siento parte. El camino se sigue abriendo ante mis ojos, y veo a otro hombre, un poco menos alto, haciendo un asado; está de espaldas pero lleva una campera de cuero marrón y una boina que me resultan familiares. Se da vuelta y me mira. No dice nada. Se acerca y me da un abrazo, fuerte. –Qué lindo verte –me dice al oido. Y a mí, me gustaría decirle que cuando era chiquito me encantaba que jugáramos al truco en su casa de Necochea, que he soñado con él durante años, y que no entendía por qué las personas tenían que irse de este mundo. Pero no es necesario, él lo sabe. Se da vuelta y sigue con lo suyo.
Me acerco nuevamente a la señora que lleva el bebé en brazos, quiero saludarlo, ella me mira y dice: “hoy sí te quedas a comer”, sin darme chance a negarme. No lo haría de todos modos. Nos sentamos y la sucesión de comida empieza, pero además, cada tanto se escucha el timbre y pasa gente a saludar y darle la bienvenida al dueño de casa. El hombre parece feliz, pero no lo demuestra mucho. Comemos y yo intento no participar demasiado, sino escuchar y absorber todo lo que pueda. “Josecito es bastante parecido al Antonio, ¿no? Dice la hermana de la reciente madre haciendo referencia a mí –ya estoy resignado y no se me ocurre decirles que yo soy yo y no soy ese tal Antonio–. Una de las nenas dice que no, que se parece más a ella.
Entrada la tarde, me agarran ganas de ir al baño, me da pudor preguntar dónde está, por lo que me levanto solo para buscarlo. –Ahí se va el Antonio –dice la mujer rubia –, siempre lo mismo, sin saludar. Me meto por un pasillo y la panza no me da más. Abro una puerta de madera, pesada, marrón, esperando que del otro lado esté el baño, pero parece que me perdí y estoy nuevamente en el zaguán. La panza me está por explotar y me duele un poco la cabeza. Comí y tomé mucho. Casi por inercia, busco mi abrigo colgado y se me cierran los ojos…
–¿Estás bien nene? ¡Se despertó! –dice Mirta, y de fondo veo el techo del zaguán.
Me ayuda a incorporarme. –Se ve que te afectó la nostalgia, te dejé solo dos segundos y escuché un golpe y... estabas acá en el suelo.
–Estoy bien –le digo –. No sé que me pasó, pero me siento bien. Ya tendría que ir volviendo, no me puedo quedar a comer, perdón.
–Estás loco que te vamos a dejar manejar así en la ruta –dijo y, al mismo tiempo, yo iba volviendo a tener hambre y a sentirme bien. –Ahora vamos a comer todos, y hoy te quedas a dormir acá. Ya te preparamos el cuarto que da a la otra calle, creo que era el de tu viejo.